§ Las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma

domingo, 23 de agosto de 2015

David y Goliath

No es necesario fijar época ni apuntar los verdaderos nombres de los protagonistas de este relato. Viven en Arequipa muchos que los conocieron y fueron testigos del suceso, y a su testimonio apelo en prueba de lo que van ustedes a leer:

«No es cuento, ¡voto a San Crispo!,
y por hecho real se tenga,
sin ser preciso que venga
a confirmarlo el obispo».

Nuestro Goliath era, como el de la Biblia, un filisteo o facineroso, que traía con el credo en la boca a los honrados vecinos de Miraflores, y que de vez en cuando se aventuraba a una fechoría en los barrios de la misma ciudad del Misti. Él galleaba entre los mozos crudos, robaba muchachas, desvalijaba bolsillos, apuñaleaba rivales; aberreaba jaranas, y todo con tan buena suerte que podía pensarse no era aún nacido el bravucón capaz de ponerle la ceniza en la frente. Era, como quien dice, la segunda edición corregida y aumentada de cierto guapo que a principios del siglo actual hubo en esta ciudad de los reyes, quien daga en mano se presentaba en los jolgorios de medio pelo, gritando:

«¡Abrirse, que aquí está un hombre!
¡Ya está vuestro azote encima!
Si quieren saber quién soy,
soy Barandalla, el de Lima».

Y sin que nadie resollara ni se atreviera a oponérsele, cortaba las cuerdas de la guitarra, rompía copas y botellas y, de cuenta de genio, emplumaba con la hembra de mejor trapío.
Volviendo a Goliath, la justicia misma se aterraba oyendo pronunciar el nombre del bandido, y empezó por ofrecer recompensa al que lo metiese en caponera, hasta que, multiplicándose los delitos, terminó poniendo precio a su cabeza. La autoridad predicaba como San Juan en el desierto; porque habiéndose ella declarado impotente, no era posible encontrar patriota que arriesgarse quisiera a ponerle cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin alma como él.
Llegó por entonces a Arequipa un mal jugador de cubiletes que arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de grasa, en el tambo de Santiago, situado en la plazuela de Santa Marta. Por un real de plata iba a tener el pueblo la satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas habilidades; así es que los muchachos y la gente de poco más o menos se preparaban para no faltar a la función.
David era un conato de persona, un renacuajo que vestía calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja de esos que se encuentran en Arequipa rascándose el coditoo el monte de los piojos, y que, como el Gravoche de Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente grande, sin hacer ascos a la lluvia de píldoras de democracia, vulgo balas de fusil.
Tanto importunó a su abuela para que lo dejase ir esa noche al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer, desató un nudo de la punta del pañuelo, sacó de él un real, y dándosela al muchacho le dijo:
-Andá, pericote, a ver al brujo y persinate, hijito. Cuenta que me venís después de las diez; porque entonces te hago sonar el cuero y dormir caliente.
A más de las once puso el de los cubiletes fin a la función. David, que tenía en perspectiva una azotaina por recogerse en casita a hora tan avanzada, iba corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho, que le arrimó un soberano puntapié, en el mapamundi, diciéndole:
-Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?
El muchacho se llevó la mano a la parte agraviada y se detuvo a media calle, contestando con esa insolencia propia del mataperros:
-¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte allá orejudo. Él será el hijo de cuchi y toda su quinta generación, pedazo de anticristo.
A nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un soplamocos; pero el agilísimo muchacho, esquivando el golpe, le echó la zancadilla y el del poncho besó el suelo.
Como en tales casos sucede, los transeúntes se habían detenido, y al verlo caer estalló una carcajada estrepitosa.
Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y levantose, haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.
-¡Corre, corre, que te mata! -gritaron los espectadores sin atreverse a detener a aquel furioso.
Pero David era de la pasta de que se hacen los valientes, y lejos de amilanarse, se armó con dos piedras. El del poncho avanzó frenético esgrimiendo el puñal, mientras el granuja retrocedía sin volver la espalda al riesgo, guardando una distancia de pocas varas entre él y su adversario y como quien busca el momento y la posición precisa para jugar el todo por el todo.
De pronto el muchacho alzó el brazo a la altura de la cabeza, el hombre del poncho dio una vuelta como peonza y cayó para no levantarse más.
David había descalabrado a Goliath.

Seis por Seis son Treinta y Seis - 1833

I


Doña Francisca Zubiaga
Doña Francisca Zubiaga, esposa del general D. Agustín Gamarra, fue mujer que en lo política y guerrera no cedía punto a Catalina de Rusia. Si en los tiempos del coloniaje nos gobernó por diez meses la virreina doña Ana de Borja y Aragón, en los tiempos de la República, y como para que nada tuviéramos que envidiar a aquellos, también hubo mujer que nos pusiera a los limeños las peras a cuarto. Si la virreina logró organizar expediciones bélicas contra los piratas, doña Francisca en más de una ocasión supo vestir el uniforme de coronel de dragones y ponerse a la cabeza del ejército. La presidenta fue lo que se llama todo un hombre.
Parece que doña Francisca no aguantaba muchas pulgas; pues es fama que cuando la mostaza se le subía a las narices, repartía bofetones y chicotillazos entre los militares insubordinados, o hacía aplicar palizas de padre y muy señor mío, a los periodistas que osaban decir, ¡habrá desvergüenza!, en letras de molde: La mujer sólo manda en la cocina.
Pero si doña Francisca no sabía zurcir un calcetín, ni aderezar un guisado, ni dar paladeo al nene (que no lo tuvo), en cambio era hábil directora de política; y su marido, el presidente, seguía a cierra ojos las inspiraciones de ella.
A fines de 1833 hallábase reunida en Lima la Convención, convocada para dar sucesor a Gamarra, quien se interesaba en favor del general don Pedro Bermúdez. Doña Francisca manejaba los bártulos, y con tanta destreza, que el partido de oposición casi perdía la esperanza de sacar triunfante a su candidato, que era el general D. José Luis de Orbegoso. Ochenta y cinco diputados formaban la Convención, y doña Francisca decía sin embozo que contaba con cuarenta votos de barreta, o sea representantes palaciegos, a quienes ella daba la consigna u orden del día, amén de los diputados cubileteros, que no bajaban de doce.
Inútil es decir que el pueblo, como siempre sucede, simpatizaba con la oposición. Las limeñas sobre todo, por antagonismo con la Zubiaga, que era hija del Cuzco, hacían cruda guerra a Bermúdez, y trabajaban en favor de Orbegoso, que era un buen mozo a carta cabal. La moda era ser orbegosista. Los pueblos son puro espíritu de contradicción. Basta que el gobierno diga pan y caldo para que los gobernados se emberrechinen en sostener que las sopas indigestan. Por lo mismo que Gamarra era bermudista, el país tenía que ser orbegosista.
O hay lógica o no hay lógica. Hable la historia contemporánea.
De moda estuvo ser vivanquista en los primeros tiempos del Directorio, y castillista antes de la Palma, y pradista cuando la guerra con la madrastra, y baltista en el interregno de Canseco, y pardista cuando Dios fue servido, y huascarista cuando los gringos vinieron en pos de triunfo barato y se hallaron con la horma de su zapato... Ya veremos con qué otro ista se nos descuelga en breve la moda.
Digresión aparte, llegó el viernes 20 de diciembre de 1833, día señalado por la Convención para elegir presidente provisorio; y desde que amaneció Dios, andaba la gente de política que no le llegaba la camisa al cuerpo; y palacio era un jubileo de entradas y salidas de diputados ministeriales; y el ejército estaba sobre las armas; y la oposición tenía conciliábulos en casa de Luna-Pizarro y de Vigil; y la ciudad, en fin, era un hervidero, un panal de abejas alborotadas.
A las dos de la tarde, hora en que precisamente estaban los diputados haciendo la elección, asomose doña Francisca al balcón de palacio fronterizo al arco del Puente, donde en un tiempo se leía en letras de relieve: Dios y el Rey, leyenda que habría sido más democrática reemplazar con esta otra: Dios y la Ley. Pero es la cosa que a los presidentes se les haría cargo de conciencia tener a esa señora Ley tan cerca de palacio y expuesta a violación perpetua, y cata el por qué mandaron poner la acomodaticia y nada comprometedora inscripción que hoy existe: Dios y la Patria.
¡Bobalicones! Concertadme estas razones.
Respiraba doña Francisca la vespertina brisa, cuando en el atrio iglesia de los Desamparados presentose uno de esos buhoneros o vendedores ambulantes que pululan en todas las capitales. Era éste un pobre diablo, muy popular en Lima, que recorría la ciudad llevando un maletón, especie de arca de Noé por la variedad de artículos en él encerrados. Tenía nuestro hombre ribetes de consonantero, a juzgar por el siguiente pregón con que anunciaba la venta al menudeo.

«Ovillos de hilo y agujas,
para las niñas bonitas y las viejas brujas;
tinteros de cuerno y plumas de ganso,
para los que tienen genio manso;
tijeritas y alfileres,
para que corten y pinchen las mujeres;
pañuelos de pallacate y de hilo,
para sonarse hasta echar el quilo;
medias, cintas y botones,
para cabras y cabrones;
frascos de agua de Colonia»

para... muestra basta y sobra. Suprimo, por subidos de color, los demás versos del pregón. Viven y beben en Lima muchísimas personas que los saben de memoria. Ocurra a ellas el lector curioso.
Doña Francisca oyó, sonriéndose, toda la retahíla, hasta que el baratijero parose frente al balcón, y mirando a la presidenta (que, entre paréntesis sea dicho, era bellísima mujer) la dirigió, no una galantería, sino esta grosera copla:

«Seis veces seis treinta y seis.
Fuera de los nueve nada.
La cuenta queda ajustada.
Gran puerca, ya lo sabéis».

La señora se retiró del balcón murmurando: «Ya te ajustaré otra cuenta, canalla,» y añadió, dirigiéndose según unos al coronel Arrisueño y según otros a su mayordomo. «¡Seis por seis son treinta y seis! Pues que le den tres docenas».
Los criados de doña Francisca se apoderaron del insolente, lo llevaron al patio de palacio, lo ataron a un cañón o poste y le aplicaron treinta y seis bien sonados zurriagazos.

II


Pocos minutos después llegaba a Palacio el coronel Escudero, y le participó a doña Francisca que Orbegoso acababa de ser proclamado presidente por cuarenta y siete votos.
Bermúdez sólo obtuvo treinta y seis votos.
El baratijero había ajustado bien la cuenta; pero no contó con que doña Francisca entendía la aritmética del zurriago.

La Tradicion del Himno Nacional - 1821

I


José Bernardo Alcedo
Por los años de 1810 existía en el convento de los dominicos de Lima y también en el de los agustinos una Academia de música, dirigida por fray Pascual Nieves, buen tenor y mejor organista. El padre Nieves era, en su época, la gran reputación artística que los peruleros nos sentíamos orgullosos de poseer.
El primer pasante de la Academia era un muchacho de doce años de edad, como que nació en Lima en 1798. Llamábase José Bernardo Alcedo y vestía el hábito de donado, que lo humilde de su sangre le cerraba las puertas para aspirar a ejercicio de sacerdotales funciones.
A los diez y ocho años de edad, los motetes compuestos por Alcedo, que era entusiasta apasionado de Haydn y de Mozart, y una misa en "re mayor", sirvieron de base a su reputación como músico.
Jurada en 1821 la independencia del Perú, el protector don José de San Martín expidió decreto convocando concurso o certamen musical, del que resultaría premiada la composición que se declarase digna de ser adoptada por himno nacional de la República.
Seis fueron los autores que entraron en el concurso, dice el galano escritor a quien extractarnos para zurcir este artículo.
El día prefijado fueron examinadas todas las composiciones y ejecutadas en el orden siguiente:
  • 1.ª La del músico mayor del batallón Numancia.
  • 2.ª La del maestro Huapaya.
  • 3.ª La del maestro Tena.
  • 4.ª La del maestro Filomeno.
  • 5.ª La del padre fray Cipriano Aguilar, maestro de capilla de los agustinianos.
  • 6.ª La del maestro Alcedo.
Apenas terminada la ejecución de la última, cuando el general San Martín, poniéndose de pie, exclamó:
-¡He aquí el himno nacional del Perú!
Al día siguiente un decreto confirmaba esta opinión, expresada por el gobernante en un arranque de entusiasmo.

El himno fue estrenado en el teatro la noche del 4 de septiembre de 1821, en que se festejó la capitulación de las fortalezas del Callao, ajustada por el general La Mar el 21. Rosa Merino, la bella y simpática cantatriz a la moda, cantó las estrofas en medio de interminables aplausos.
La ovación de que en esa noche fue objeto el humilde maestro Alcedo es indescriptible para nuestra pluma.
Mejores versos que los de don José de la Torre Ugarte merecía el magistral y solemne himno de Alcedo. Las estrofas inspiradas en el patrioterismo que por esos días dominaba, son pobres como pensamiento y desdichadas en cuanto a corrección de forma. Hay en ellas mucho de fanfarronería portuguesa y poco de la verdadera altivez republicana. Pero con todos sus defectos, no debemos consentir jamás que la letra de la canción nacional se altere o cambie. Debemos acatarla como sagrada reliquia que nos legaron nuestros padres, los que con su sangre fecundaron la libertad y la república. No tenemos derecho, que sería sacrílega profanación, ni a corregir una sílaba en esas estrofas, en las que se siente a veces palpitar el varonil espíritu de nuestros mayores.

II


Concluyamos compendiando en breves líneas la biografía del maestro Alcedo.
Todos los cuerpos del ejército solicitaron del protector que los destinase al autor del himno como músico mayor y en la clase de subteniente; pero Alcedo optó por el batallón número 4 de Chile, en el que concurrió a las batallas de Torata y Moquegua y a otras acciones de guerra.
Cuando se dispuso en 1823 que el batallón regresase a Chile, Alcedo pasó con él a Santiago, separándose a poco del servicio.
El canto llano era casi ignorado entre los monjes de Chile, y franciscanos, dominicanos y agustinos comprometieron a nuestro músico para que les diese lecciones, a la vez que el gobierno lo contrataba como director de las bandas militares.
Cuarenta años pasó en la capital chilena nuestro compatriota, siendo en los veinte últimos maestro de capilla de la catedral, hasta 1864 en que el gobierno del Perú lo hizo venir para confiarle la dirección y organización en Lima de un conservatorio de música, que no llegó a establecerse por la inestabilidad de nuestros hombres públicos. Sin embargo, Alcedo, como director general de las bandas militares, disfrutó hasta su muerte, acaecida en 1879, el sueldo de doscientos soles al mes.
Muchos pasos dobles, boleros, valses y canciones forman el repertorio del maestro Alcedo, sobresaliendo, entre todo lo que compuso, su música sagrada.
Alcedo fue también escritor, y testimonio de ello da su notable libro Filosofía de la Música, impreso en Lima en 1869.

El que pago el pato - 1533

I


El inca Titu-Atauchi, hermano de Atahualpa, se dirigía a Cajamarca con gran comitiva de indios cargados de oro y plata para aumentar el tesoro del rescate, cuando tuvo noticia de que el 29 de agosto de 1533 habían los españoles dado muerte al soberano. Titu-Atauchi escondió las riquezas de que era conductor, y reuniendo gente de guerra, fue a juntarse con Quizquiz, el más bravo y experimentado de los generales del imperio, que se hallaba a la cabeza de un ejército hostilizando a los conquistadores.
Vistos emprendieron su marcha al Cuzco, sosteniendo combate diario con las tropas de Quizquiz. Ciento cincuenta españoles, mandados por Francisco de Chávez, cubrían la retaguardia de Pizarro, y una tarde, detenidos por una tempestad, acamparon a cinco leguas de distancia del grueso de sus compañeros. De repente se encontraron atacados por seis mil indios. Los españoles lucharon con su acostumbrada bizarría; pero faltos de concierto y acosados por el número, tuvieron que emprender fuga desastrosa, dejando siete cadáveres y trece prisioneros.
Entre los últimos hallábase el caballeresco capitán Francisco de Chávez, aquel que murió en Lima defendiendo al marqués el día de la conjuración de los almagristas; Alonso de Ojeda, otro valiente que se volvió loco un año después, y Hernando de Haro, no menos notable por su coraje e hidalguía.
Dice la historia que en el simulacro de juicio que se inició y feneció en un día para asesinar a Atahualpa, tuvo éste muchos que abogaron por su vida; y es opinión uniforme que a haber estado presente en Cajamarca el ilustre Hernando de Soto, no se habría manchado la conquista con tan inicuo como estéril crimen. De los veinticuatro jueces de Atahualpa, sólo trece lo condenaron a muerte. Los once que se negaron a firmar la sentencia son dignos de que consignemos sus nombres, en homenaje a su honrada conducta. Llamábanse Juan de Rada (aquel que más tarde acaudilló a los almagristas que asesinaron a Pizarro), Diego de Atora, Pilas de Atienza, Francisco de Chávez, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro, Francisco de Fuentes, Diego de Chávez, Francisco Moscoso, Alfonso Dávila y Pedro de Ayala. Como dice el refrán, hubo de todo en la viña: uvas, pámpanos y agraz.
Titu-Atauchi no sólo conocía los nombres de los que con su voto habían autorizado la muerte del inca, sino de aquellos que como Juan de Rada lo habían defendido, exponiéndose a caer en desgracia cerca de Pizarro. Francisco de Chávez y Hernando de Haro fueron de este número.
Titu-Atauchi había jurado vengar la sangre de su hermano en el primero de sus verdugos que tomara prisionero. Había además ofrecido grandes recompensas al que le entregara la persona de Felipillo, el infame indezuelo que sirvió de intérprete a las españoles, y que por vengarse de los desdenes de una de las mujeres de Atahualpa, influyó con chismes en el ánimo de los principales capitanes para que condenasen al soberano. Pero aunque Titu-Atauchi no tuvo el regocijo de vengarse, don Diego de Almagro se encargó tres años después del castigo de Felipillo mandándolo descuartizar por una nueva traición en que lo sorprendiera.
Titu-Atauchi se informó de los nombres de los prisioneros, platicó afectuosamente con los principales, hizo asistir con esmero a los heridos, y cuando éstos se hallaron fuera de peligro, tuvo la nobleza de ponerlos en libertad, dándoles así escolta de indios que en hombros los condujesen hasta las inmediaciones del Cuzco. Además regaló esmeraldas riquísimas a los capitanes que se opusieron al sacrificio de Atahualpa, dándoles así una prueba de gratitud por su honrado aunque inútil empeño en favor del monarca.
En los momentos de despedirse del joven inca notó Francisco de Chávez que faltaba uno de los trece prisioneros. Titu-Atauchi sonrió de una macera siniestra, y cuentan que contestó en quechua una frase que soberano «¡Ah! El que se queda va a ser el pato de la boda».
¡Y luego dirán que el trece no es número que trae desgracia!

II


Titu-Atauchi se dirigió a Cajamarca, y encerró al prisionero en la misma habitación que ocupó Atahualpa en el tiempo de su cautiverio.
¿Quién era ese español escogido para víctima expiatoria? ¿Por qué el inca, que tan generoso se mostrara para con los vencidos, quería hacer ostentación de crueldad con este hombre?
Sancho de Cuéllar tuvo la desgracia de pasar sus primeros años como amanuense de un cartulario en España; y decimos desgracia porque esta circunstancia bastó para que sus compañeros, juzgándolo entendido en la jerga judicial, lo nombrasen escribano en el proceso de Atahualpa.
Sancho de Cuéllar era, y con justicia, muy querido de don Francisco Pizarro. Fue uno de los trece famosos de la isla del Gallo, a cuya heroicidad se debe la realización de la conquista.
¡Otra vez el fatídico trece!
Sancho de Cuéllar procedió como escribano pícaramente; pues no sólo estampó palabras que agraviaban la triste posición del inca cautivo, sino que al notificarle la sentencia y acompañarlo al cadalso, lo trató con burla y desacato.
Titu-Atauchi lo hizo conducir al mismo sitio donde fue ejecutado Atahualpa, acompañándolo un pregonero que decía: A este tirano manda Pachacamac que se le mate por matador del inca.
Los indios conservaban el garrote que sirvió para el suplicio de su monarca, y llamábanlo el palo maldito. Empleáronlo para dar muerte a Sancho de Cuéllar, cuyo cadáver permaneció todo un día en la plaza, sufriendo ultrajes de la muchedumbre.
Acaso sea esta la única vez en la historia de la humanidad en que un escribano haya pagado las costas del proceso y servido de pato de la boda.

viernes, 21 de agosto de 2015

La Gruta de las Maravillas - 1180

Gruta en Livitica Provincia de Chumvibilcas
A pocas cuadras del caserío de Levitaca, en la provincia de Chumvibilcas, existe una gruta, verdadero prodigio de la naturaleza, que es constantemente visitada por hombres de ciencia y viajeros curiosos, que dejan su nombre grabado en las rocas de la entrada. Entre ellos figuran los de los generales Castilla, Vivanco, San Román y Pezet, es presidentes del Perú. Desgraciadamente no es posible pasar de las primeras galerías; pues quien se aventurase a adelantar un poco la planta, moriría asfixiado por los gases que se desprenden del interior.
Ahora refiramos la leyenda que cuenta el pueblo sobre la gruta de las maravillas.
Mayta-Capac, llamado el Melancólico, cuarto inca del Cuzco, después de vencer a los rebeldes de Tiahuanaco y de dilatar su imperio hasta la laguna de Paria, dirigiose a la costa y realizó la conquista de los fértiles valles de Arequipa y Moquegua. Para el emprendedor monarca no había obstáculo que no fuese fácil de superar; y en prueba de ello, dicen los historiadores que, encontrándose en una de sus campañas detenido de improviso el ejército por una vasta ciénaga, empleó todos sus soldados en construir una calzada de piedra, de tres leguas de largo y seis vares de ancho, calzada de la cual aún se conservan vestigios. El inca creía desdoroso dar un rodeo para evitar el pantano.
Por los años 1180 de la era cristiana, Mayta-Capac emprendió la conquista del país de los chumpihuillcas, que eran gobernados por un joven y arrogante príncipe llamado Huacari. Éste, a la primera noticia de la invasión, se puso al frente de siete mil hombres y dirigiose a la margen del Apurimac, resuelto a impedir el paso del enemigo.
Mayta-Capac para quien, como hemos dicho, nada había imposible, hizo construir con toda presteza un gran puente de mimbres, del sistema de puentes colgantes, y pasó con treinta mil guerreros a la orilla opuesta. La invención del puente, el primero de su especie que se vio en América, dejó admirados a los vasallos de Huacari e infundió en sus ánimos tan supersticioso terror, que muchos, arrojando las armas, emprendieron una fuga vergonzosa.
Huacari reunió su consejo de capitanes, convenciose de la esterilidad de oponer resistencia a tan crecido número de enemigos, y después de dispersar las reducidas tropas que le quedaban, marchó, seguido de sus parientes y jefes principales, a encerrarse en su palacio. Allí, entregados al duelo y la desesperación, prefirieron morir de hambre antes que rendir vasallaje al conquistador.
Compadecidos los auquis o dioses tutelares de la inmensa desventura de príncipe tan joven como virtuoso, y para premiar su patriotismo y la lealtad de sus capitanes, los convirtieron en preciosas estalactitas y estalagmitas que se reproducen, día por día, bajo variadas, fantásticas y siempre bellísimas cristalizaciones. En uno de los pasadizos o galerías que hoy se visitan, sin temor a las mortíferas exhalaciones, vese el pabellón del príncipe Huacari y la figura de éste en actitud que los naturales interpretan de decir a sus amigos: «Antes la muerte que el oprobio de la servidumbre».
Tal es la leyenda de la gruta maravillosa.